jueves, 23 de febrero de 2012

MI DULCE ANITA


Anita, aquella dulce niña siempre solitaria. Vivía en una gran mansión junto al mar. Un enorme jardín rodeaba toda la vivienda. En él, había una explosión de coloridos y aromas que inundaban el lugar. La vegetación era generosa gracias al clima templado de la isla. Rosas, camelias y hortensias adornaban la entrada y frente al pozo, docenas de margaritas cubrian los arrites. En cada esquina de la casa, una cascada de buganvillas que trepaban hasta el tejado. Y entre tantas flores, la más bella flor de todas, la pequeña Anita. 

La primera vez que la vi, fue allí sentada en un balancín, apoyada en esponjosos almohadones y rodeada de muñecas de trapo. Cuando me acerqué a ella se quedó mirándome fijamente, sin decir palabra, sus grandes ojos de triste noche refregaban su inocencia y su quebranto. En ese mismo instante, me robó el corazón.

Nos pasábamos gran parte del día en aquella hermosura de jardín. 
Ella permanecía sentada la mayor parte del día porque su delicada salud no le permitía corretear como cualquier niña de su edad, a duras penas conseguía dar algunos pasos.

Cada mañana salíamos al jardín y me decía con voz melosa.
-Dana cuéntame un cuento.

Entonces, las palabras salían de mi boca sin hacer ni un solo descanso en mi razón y le narraba cuentos que jamás había escuchado, como si en otra vida alguien me los hubiese contado, pero parecían guardados en un desván de mi mente.

Se quedaba embelesada escuchando mis historias, luego hacía algunas preguntas al respecto y seguíamos entretenidas con las flores. Elaborábamos coronas y collares de margaritas. Juntas tomábamos a pequeños sorbos cada instante, porque cada momento con ella, era como una caricia en el tiempo, un guiño a la mañana.

Se mostraba en cada momento tan dulce y cariñosa, tan frágil y delicada como aquellas campanilla del jardín que rodeaba la verja. Parecía un verdadero ángel, un regalo del mismo Dios, que había bajado desde los cielos para posarse en la tierra. Estaba envuelta en un aura de candor que hechizaba su presencia.

Los cuidados que recibía eran extremos, pero aun así, su deterioro iba en aumento y progresivamente fue ganándole terreno. Se me partía el alma al observarla tan sensible y vulnerable, siempre bailando sobre esa delicada línea que separa la existencia del óbito. Se Marcharon en un barco camino a Nápoles, con las esperanzas puestas en un nuevo tratamiento que aliviase su daño.

A pesar del tiempo transcurrido sin ver a la pequeña y a pesar de la distancia que nos separaba, seguía mi preocupación por ella y esperaba que algún vendedor de ilusiones le ofreciese su único anhelo.  

Una noche apareció en mi sueño, vino hacía mí, venía envuelta en una túnica blanca y la suavidad de sus pasos parecía acariciar el suelo. Se paro frente a mí y me beso en la mejilla. Yo extendí mi mano para tocarla y ella me ofreció su collar de flores y se alejó sonriente dejando mi corazón en el más profundo del abismo, donde no se encuentra consuelo. Se apagó como una vela y su alma de libre vuelo vino hasta mí para regalarme su adiós para siempre.
En la mañana, al despertar, sobre mi almohada había un collar de margaritas.

Autora Margary Gamboa. ©todos los derechos reservados.

1 comentario:

  1. Este relato huele maravillosamente a flores y a inocencia...tu seguidor fiel.

    ResponderEliminar